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lunes, 28 de octubre de 2019

EDG. Juan Carlos Rey, Fotografo y Escritor -R.C.Nueva Pompeya D. 4895

CRÓNICA DE VIAJE «LAS 24 HORAS DE LA PUNA»
PASS GOB. D. 4895 JUAN CARLOS REY



Fue mi primer viaje a la provincia de Jujuy, en realidad el
primero al noroeste argentino. Paisajes nunca recorridos, que
con el transcurrir del tiempo se convertirían en una de las
regiones que más continúan atrayéndome, no solo por su
imponente geografía sino también por sus ancestrales
poblaciones.
Siendo las cinco de la madrugada y noche aún, una
camioneta me pasó a buscar por el hotel de San Salvador de
Jujuy para iniciar una nueva travesía hacia lo desconocido. Su
chofer era Coquito, un inquieto coya que con los sucesivos
viajes sería el compañero de muchas aventuras. Partimos con
proa hacia La Quiaca, la puerta norte de la Patria. El ascendente
y serpenteante camino nos llevaba entre cerros cubiertos de
vegetación, la que desaparecería al ingresar en la Quebrada de
Humahuaca dejándolos descubiertos y luciendo su variado
universo de minerales.
Con las primeras luces del día y ya a 2200 metros de altura
llegamos al poblado de Purmamarca. El sol aún no había
asomado por detrás de las montañas, por lo que el Cerro de
los Siete Colores poseía sus tonos desvaídos. Entramos a
desayunar a un improvisado y pequeño bar instalado en la
habitación de una vivienda, donde su propietaria, portadora
de dos apretadas y oscuras trenzas, nos sirvió café con bizcochos
de hojaldre. Al salir, los rayos solares ya bañaban los cerros
haciendo vibrar una espléndida paleta de colores sobre la
diversidad de sus oxidados metales; rojos del hierro, verdes



del cobre, violetas del manganeso, amarillos del azufre.
Recorrimos el pueblo casi desierto aún. Solo algunas personas
lo transitaban de camino a sus actividades cotidianas, sin apuro
y envueltos en ponchos que los protegían del frío. La plaza
central con su centenario algarrobo, la antigua iglesia, la
pequeña municipalidad, la fábrica de charangos, las ventas de
artesanías, las polvorientas calles que ascienden hacia los
cerros... Todo me atraía y fascinaba. Estancadas en sus historias
de varios siglos se mezclaban las comunidades originarias con
las coloniales.
Continuando el viaje ingresamos en Tilcara. Mi cautivación
iba en aumento con el descubrimiento de estos pueblos mágicos.
Recorrimos sus calles siguiendo el ascenso natural del caserío
hacia los marrones cerros del este en busca del paraje Alfarcito.
Desde lo alto se contemplaba una gran cantidad de cardones
emulando la presencia de mudos centinelas de la quebrada.
Luego de una trepada muy fuerte atravesamos el abra conocida
como Garganta del Diablo e ingresamos en una zona, donde
en una imponente exhibición del pasado prehistórico de la tierra
emergían altas paredes de placas de piedra laja color verde. El
camino fue desapareciendo hasta no poder continuar con el
vehículo. El último tramo lo realizamos a pie siguiendo una
huella. Luego de media hora finalmente descendimos hasta la
solitaria escuela. Paredes de adobes desgastados por el tiempo
y la inclemencia climática, techos de rollizos de troncos y paja,
pisos de tierra apisonada, deterioradas carpinterías de madera,
improvisados baños. Mientras conversamos con su maestra,
los niños aprovecharon el inesperado recreo jugando en el
polvoriento patio.
Nuevamente en la ruta, y próximos al pueblo de Huacalera,
cruzamos la línea del Trópico de Capricornio, luego de la foto
de rigor junto al monolito que lo señala, ingresamos hacia el



oeste con destino al paraje Volcán de Yacoraite. El camino se
desarrollaba por el cauce del río, ya que en esa época del año
contaba con poco caudal de agua. La camioneta zigzagueaba
en busca de los sitios con las piedras más pequeñas y los vados
menos profundos. Los saltos dentro de la cabina eran
inevitables. Volcán es el abra entre cerros por la que se derraman
una gran cantidad de piedras entre las cuales se escurren los
cauces de agua con caprichosos y cambiantes recorridos según
lo determinen las distintas crecidas. El edificio, aislado en el
silencio de los cerros, presentaba los clásicos problemas de las
escuelas rancho.
De regreso al camino asfaltado arribamos a la ciudad de
Humahuaca, mítico pueblo epicentro nacional del carnaval.
Continuando con mi asombro conocí sus angostas calles
carentes de veredas, los edificios de una sola planta y sin
ochavas en las esquinas, provistos de largas gárgolas para que
los techos desagüen sin salpicar las paredes de adobes, la
imagen de San Francisco Solano situada en la torre del antiguo
Cabildo que con su aparición marca el mediodía, la iglesia de
la Candelaria, el monumento a los Héroes de la Independencia
precedido de su imponente escalinata, los racimos de niños
que en procura de una moneda cuentan historias del sitio, los
locales de venta de recuerdos, los almacenes. Un apretado
centro con una gran cantidad de personas desplazándose muy
concentradas en sus actividades; trabajadores volviendo de sus
tareas, alumnos dirigiéndose a la escuela, turistas paseando.
Aprovechamos el intervalo para almorzar en un pequeño y
típico restaurante.
La siguiente escala del viaje fue en Tres Cruces, portal de
la Puna. Me sorprendió encontrar hacia el este una atractiva
cadena de cerros formada por plegamientos ondulantes y
tapizados por variados tonos de brillantes verdes y ocres,



conocida como Espinazo del Diablo. Al trasponer el pueblo
debimos parar en el puesto de Gendarmería, nos controlaron
entre los ómnibus estacionados con sus pasajeros
malhumorados abriendo sus equipajes y nos libraron el paso.
Luego atravesaríamos el punto más alto del recorrido con 4200
metros sobre el nivel del mar. Continuando y dejando atrás el
longitudinal poblado de Abra Pampa salimos de la ruta
encaminamos hacia el poniente rumbo a la zona de la Laguna
de Pozuelos. Trepamos las Sierras de Cochinoca y descendimos
pausadamente hacia la planicie del siguiente valle recorriendo
un angosto, sinuoso, polvoriento y descuidado camino de tierra.
Para mitigar los efectos de la altura y del cansancio aprendí a
coquear formando un acullico en mi boca. El día había
transcurrido despejado con un cielo diáfano que se iba
desvaneciendo con la llegada de las últimas luces solares. Sobre
el horizonte de los cerros comenzaba a asomarse una enorme
luna al tiempo que el viento iniciaba su soplido. Transitamos
la amplia llanura bajo esa pura y hermosa luna llena, la que
emitiendo su intensa luminosidad lograba que la camioneta
produjera sombra. Nos detuvimos a observar el atractivo
paisaje nocturno, a lo lejos y hacia el oeste en un suave declive
del terreno resaltaba el plateado reflejo del brillo del agua de
la laguna. Noche, silencio, inmensidad, soledad, frío, perfumes,
luna, emoción... todo compendiado en una experiencia única.
Llegamos a la escuela del paraje Rodeo, el vehículo
estacionó junto al alambrado y comenzamos a llamar al maestro
a viva voz y batiendo las palmas. Nadie respondía. Ingresamos
hasta el edificio y luego de algunos golpes en la puerta apareció
el docente que ya había comenzado su descanso. De cuerpo
delgado y baja estatura, con cabello negro y rígido, un típico
miembro de la comunidad Coya. En un principio asustado y
desconfiado, luego duro y amable. Iluminados por la luz de



un farol a kerosene recorrimos las instalaciones. Creo recordar
que para beber nos convidó algún líquido caliente.
Retomamos el viaje ya emprendiendo el regreso. Para
hacerlo por un mejor camino continuamos hacia el noreste hasta
la ciudad de La Quiaca. Llegamos sobre la media noche. Era el
comienzo de la primavera y la temperatura aún permanecía
muy baja, estábamos a 3400 metros de altura. Apenas cuarenta
horas antes había partido desde Buenos Aires a nivel del mar,
y como en un sueño, me encontraba en el extremo norte del
país, más lejos de lo imaginable, en un sitio que parecía
inalcanzable... en el borde. Tierras que pisaba por primera vez,
las que luego de varios viajes me serían tan familiares que las
recorrería como un vecino más. Los pocos lugares posibles
para comer ya habían cerrado sus puertas por lo que finalizamos
en la terminal de ómnibus. Un edificio de moderna arquitectura
inundado por los típicos aromas del norte, mezclando el dulzor
de la cúrcuma con el penetrante del ajo. Su despareja
iluminación dejaba rincones en penumbra. Tenía la falta de
limpieza de un sitio de paso en zona fronteriza. Mucha gente
la ocupaba, unos deambulando con equipajes y bultos, otros
descansando sentados sobre sus pertenencias. Era una hermosa
estampa de personas envueltas en coloridas ropas y cubiertos
por sus infaltables sombreros, con la piel de sus rostros
apergaminada por el rigor del clima acrecentando sus edades,
con pómulos hinchados y labios teñidos de verde producto de
la coca, con miradas esquivas y lejanas transitando un añorado
pasado o un anhelado futuro, todos en silenciosa espera de la
partida a su destino. Cenamos lo posible, un humeante plato
de carne con papas, la infaltable sopa y de postre té de coca.
Pasada la una de la madrugada reiniciamos el viaje. En el
primer tramo atravesamos la planicie de la Puna y luego hasta
Humahuaca tomamos el camino de cornisa, en ese entonces



de ripio, por lo que en la noche la marcha se hacía muy lenta
entre cerradas curvas, pesadas trepadas y profundos
precipicios. Nos esforzados por vencer el cansancio y el sueño
y confiando en que la vieja y trajinada camioneta continuara
tirando con fuerza. Finalmente, a las cinco y media concluimos
la recorrida arribando nuevamente a la ciudad de San Salvador
de Jujuy.
Este fue el viaje más largo que realicé en una sola salida y
sin detenernos a pernoctar, con un recorrido de más de 800
kilómetros durante veinticuatro horas contínuas. Situación más
que agotadora, no solo para mí sino también para el chofer,
pero con la satisfacción de haber incursionado y conocido
nuevos territorios y personajes.

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